By Luis Sepúlveda
El Año Mundial de los Océanos es un pertinente recordatorio de que sí hay gente dedicándole tiempo, esfuerzo y mente al futuro del planeta. Pero los demás también deberían tomar acciones muy firmes si se quiere que aguas abusadas y contaminadas, como las del Mediterráneo, puedan ofrecer vida otra vez
Cerdeña, Italia. Estamos llegando al fin del año que fue designado Internacional de los Océanos. Y esta vez tampoco hubo diferencias, supongo, con lo ocurrido durante el Año Internacional de los Bosques -y las florestas siguieron quemándose y desapareciendo rápidamente del planeta ante la indiferencia de esos gobiernos que habían firmado tratados para garantizar su protección. Igualmente, podría haber también un Año Internacional de la Atmósfera, aunque las naciones industrializadas seguirían destruyendo la capa de ozono y sobrecalentando la superficie de la tierra con sus emisiones.
Todos esos absurdos y eventos dolorosos pueden fácilmente llevarnos al pesimismo. Afortunadamente, existen organizaciones e individuos que dedican sus esfuerzos para la conservación del ambiente e insisten en decidir colectivamente qué hacer con nuestro planeta, dándonos un rayo de esperanza en medio de tanto materialismo ciego.
En un larga tarde frente al mar, en el norte de Cerdeña, estaba viendo un atardecer junto a un grupo de amigos. De repente escuchamos el inconfundible canto de las ballenas, que venía del mar. Un sonido agudo que asombra a todo aquel que lo escuche.
Yo ya había escuchado cetáceos anteriormente -cerca de Groenlandia, en el Golfo de California, en la Península de Valdés y en la salida atlántica del Estrecho de Magallanes. Pero fue durante ese atardecer en Cerdeña que logré escucharlas por primera vez en el Mar Mediterráneo.
Más tarde, ya casi de noche, vi varias de ellas emergiendo de entre las olas y mostrando sus majestuosos movimientos tan característicos de los grandes cetáceos: primero sus redondas cabezas, luego su lomo encorvado y, finalmente, sus colas que azotaban las olas o se metían de nuevo entre ellas, cual gigantescas mariposas negras.
Las ballenas han sido descritas en el Mediterráneo desde que los romanos llamaran, a las orillas del Golfo de Génova, Costa Balenae, o cuando el pueblo que hoy conocemos como Portofino era llamado Port Delphinii. Ellas alimentaban su imaginación y generaban asombro, como recordándoles las limitaciones de la existencia humana.
También sirvieron de inspiración a leyendas como El Leviatán, una sugestión hacia el respeto elemental por las grandes formas de vida.
Al mirar a las ballenas en la costa de Cerdeña, esa tarde, no pude dejar de estremecerme ante el estado del mar donde estábamos. Nunca antes en la historia de la humanidad había existido un mar tan enfermo y amenazado como el Mediterráneo de hoy en día. Este ha sido empujado a la cercana extinción de muchas de sus especies debido a todas las formas posibles de pesca ilegal; sus aguas son contaminadas por toda clase de marinos aficionados y gente que usa al mar por diversión -como si estas aguas y costas fuesen su Disneyworld particular. Obviamente, no existen censos de las motos de agua o de las criminales lanchas de alta velocidad que cortan las aguas del Mediterráneo todos los días.
Podemos, sin embargo, tener reportes interminables de colisiones con delfines, cuyos cuerpos -por las propelas- son convertidos en piezas de carne, así como también cientos de testimonios de pescadores quienes, con sus lentas naves, son testigos de los juegos y maromas que hacen frente a esas rápidas naves.
Existen dos productos del ingenio humano que yo particularmente aborrezco: la motosierra y el motor fuera de borda. Millones de cuchillas cortan el bosque, o mueven las aguas del Mediterráneo como si el mar fuera una licuadora en la que se prepara una mezcla, no para los holgazanes de las lanchas, sino para los habitantes del mar.
Sabemos que es muy difícil legislar contra las fuerzas del mercado -especialmente cuando el mercado al que nos referimos es el del ocio. Podría ser incluso más difícil lograr una ley internacional para limitar la velocidad, contaminación y las zonas de recreo de estos pseudo-marinos del verano.
Pero antes que eso, el primer paso indispensable para lograr la salvación de estas grandes criaturas marinas y evitar su extinción es crear áreas protegidas marinas, un parque donde le sea permitido a la vida animal desarrollarse y procrear. Esto es particularmente urgente en el Mediterráneo.
Debo reconocer, sin embargo, que soy pesimista cuando se habla de cambiar las actitudes de los ricos mercaderes de las vacaciones. Claro, me gustaría creer que en un futuro no muy distante algún industrial o banquero, en vez de darle a su hijo adolescente una moto de agua, le invite a quedarse en el norte de Cerdeña donde vimos las ballenas, y así le muestre el más fascinante de los regalos. Aquí el muchacho, junto con los hijos de los pescadores, se maravillará al ver a estos espectaculares cetáceos nadando libremente en su área protegida.
Aún estamos a tiempo de salvar a las ballenas y a los delfines del Mediterráneo. Aún tenemos tiempo para regresarle al mar de las civilizaciones una pequeña porción de lo que le saqueamos.
(Traducción: Juan Ignacio Cortiñas S.).
*Luis Sepúlveda es un conocido escritor chileno